CUATRO
Muerte a los débiles. Vida a los fuertes.
Los cascos del caballo golpeaban con fuerza el suelo que pisaba, con un trote corto y elegante. Sus herraduras troquelaban la fina capa de escarcha que cubría el camino dejando huellas perfectas. El frío era tan intenso que quemaba la cara del jinete.
Las narices del equino se hincharon y relinchó de dolor cuando le tiraron de las bridas y el bocado hizo su función. El animal frenó en seco. La mujer bajó del caballo y a punto estuvo de resbalar con el hielo que había bajo sus pies. Agarró corto al animal y buscó hueco para pasar entre la media docena de coches que allí estaban estacionados. El caballo no pudo evitar dar un golpe a uno de ellos con su grupa haciéndole tambalearse. Ató el jamelgo a una argolleta que había junto a una de las ventanas de la fachada principal de la casa. Luego se acercó a la puerta y giró el picaporte. Como no estaba cerrada, entró sin llamar.
Se deslizó por el vestíbulo sigilosamente. Sabía que la esperaban y no quería interrumpir lo que allí sucedía. Pasó por delante del salón y no vio a nadie. Al llegar al final de pasillo, apartó las pesadas cortinas marrones que separaban aquella estancia del resto de la casa y bajó por unas empinadas escaleras de piedra. Se detuvo en el último peldaño, un gran perro negro le impedía el paso. Totalmente inmóvil consintió en que el animal olisqueara sus pies. Con suma precaución le brincó por encima. Una vez flanqueado el obstáculo, abrió la puerta de madera para acceder al sótano y se situó justo detrás de una persona corpulenta. Los allí reunidos vestían túnicas negras con capuchas y portaban en sus manos velas de ese mismo color. Permanecían en silencio y en la habitación tan sólo se oía el chisporroteo de la cera quemándose.
Los concurrentes formaban un semicírculo alrededor de un altar presidido por un hombre alto. Sobre el tabernáculo, dos cirios, uno blanco y otro negro. Entre ellos un gran libro que tenía las cubiertas de cuero, se encontraba abierto casi por la mitad.
De súbito en el silencio, se elevó la voz sepulcral del oficiante, monótona, sin timbre, ronca y ardiente. La voz murmuraba las infames letanías en aquel diabólico recinto.
-Es preciso elevar los ojos y levantar la voz para que tú me oigas y yo pueda verte. Te invoco al Norte y al Sur, al Este y al Oeste, y proclamo: ¡Muerte a los débiles! ¡Vida a los fuertes!
-¡Beherit... Beherit!- gritaron todos los allí reunidos.
Estrella, que también había aclamado ese nombre, no se movió. Su corazón aún agitado por el viaje a caballo, hacía palpitar con violencia su pecho.
-El hombre con túnica blanca, continuó diciendo: -Yo desafío a la prudencia del mundo, e interrogo a las leyes del hombre y de Dios. Anuncio tu llegada y venero tu fuerza.
-¡Beherit... Beherit!-, tornaron a vociferar.
Cogió entonces un pergamino y lo acercó al cirio blanco que tenía a su derecha. Al arder el papel, inundó la habitación con la luz de su llama, formando resplandores fantásticos, induciendo a las sombras de los allí congregados a contonearse en las paredes de piedra, como figuras dantescas que se retorciesen en el propio infierno.
Mientras el documento se consumía, una mujer se adelantó hacia el altar y dejó caer sobre sus pies la túnica negra que la cubría, quedando semidesnuda. De sus labios brotaba como un lamento, el nombre que momentos antes habían clamado todos.
-Beherit, llena mi cuerpo con tu vida-, dijo, mientras iniciaba una danza, comenzando a convulsionarse cada vez más violentamente. Los bruscos movimientos le hicieron doblarse sobre sí misma y caer, quedando echada en el húmedo y frío suelo de piedra.
Estrella observaba la escena desde su sitio. La frente le sudaba y su propio pulso había ahogado los demás sonidos.
La mujer tendida en el improvisado lecho, notó que empezaban a dolerle los músculos por la posición en que había quedado y pasó de la postura tendida sobre un costado, con la cabeza apoyada en una mano, a la de sentada con las rodillas dobladas y los codos sobre ellas. Entonces el hombre con túnica blanca se le acercó y le ayudó a levantarse, cubriéndole los hombros con sus propias vestiduras y acompañándola con el resto del grupo.
De nuevo el silencio inundó la sala. Apagaron todos los cirios y ceremonialmente, uno detrás de otro, fueron dejándolos junto a las túnicas en un una especie de almacén. Pasaron por delante de Estrella y fueron desapareciendo escaleras arriba. Ella permaneció pasiva, mientras el oficiante recogía los objetos que había utilizado en la ceremonia.
Cuando quedaron los dos solos, la joven atravesó la pieza para acercarse a la única ventana que había. Tuvo que empinarse para poder llegar a ella y abrir las pequeñas portezuelas de madera. La luz del día lo empapó todo bruscamente.
-Has llegado tarde-, le recriminó el hombre.
-No ha sido por mi culpa. Me ha entretenido mi tío al salir de la finca.
-¿No sospechará nada, verdad?
-En absoluto. Está totalmente inmerso con sus árboles y en las plagas que los están matando-, sonrió levemente al decir esto y observó que el hombre la miró frunciendo el entrecejo, en un claro gesto de desconfianza.
-No estés tan segura. Don Agustín Alcanadre no es ningún iluso.
Ella asintió con la cabeza, pero no dijo nada más.
La puerta fue empujada y se abrió lentamente. Cuando el enorme perro asomó la cabeza, el hombre movió bruscamente su mano derecha para ordenarle que se fuera, el animal agachando las orejas, obedeció de inmediato.
Se despojó de su túnica blanca y la dobló con sumo cuidado, de una forma extremadamente ritual. Después, la depositó junto a los demás objetos utilizados en un arcón de madera que parecía muy antiguo. Con dos vueltas de llave lo cerró, guardándose ésta en el bolsillo del pantalón. Arrastró el arcón por debajo de la mesa utilizada momentos antes como altar.
Subieron las escaleras en silencio y cruzaron el pasillo hasta la cocina donde se sentaron en la mesa. Era el sitio más cálido de la casa. Una anciana vestida de luto riguroso, cortaba cebolla muy cerca de los fogones. Un puchero que bullía, impregnaba todo con un reconstituyente aroma.
-No temas hablar con libertad, está sorda como una tapia-, le dijo, señalando a la cocinera con un movimiento de cabeza.
La joven miró a la anciana, advirtiendo que efectivamente permanecía inmersa en su tarea, ajena a todo lo que allí se acontecía.
-Tienes que encargarte del hueso. Ya sabes que es imprescindible y el tiempo apremia.
-No te preocupes, estará a tiempo para la ceremonia. Yo misma lo tallaré y le daré la forma apropiada.
-¿Cómo piensas conseguirlo?
-Del cementerio. ¿De dónde sino?-, contestó ella.
-Eres poco original-. Le dijo mirándole a los ojos.
Aquel hombre tenía una mirada inquisitiva, que hacía muy difícil mantener los ojos puestos en ella. Estrella lo sabía muy bien y por eso intentaba evitarla a toda costa. Esa actitud de sumisión le hacía sentirse mal. En cambio a él le producía una anhelada sensación de autoridad.
Tenía el pelo gris y la cara marcada por los años, pero aún era un hombre poderoso. Al hablar arrastraba un poco las palabras y eso le daba solemnidad a todo lo que decía. Ella lo conocía desde hacía casi un año. Fue en Barcelona y desde el primer momento pudo distinguir su exclusiva seducción. Al saber que poseía una casa en Huesca, muy cerca de la de su tío, convinieron en encontrarse en este lugar para llevar a cabo sus propósitos.
-El hueso deber de ser de un cadáver reciente-, explicó.
-¡No me habías dicho nada de eso!-, expuso contrariada.
El individuo se levantó y posó su mano izquierda sobre el hombro de la cocinera. Ésta se giró para leer en sus labios.
-Prepáranos dos tazas de té bien caliente-, le dijo.
La vieja asintió con la cabeza y dejó lo que estaba haciendo, para llenar de agua un cazo y ponerlo sobre el fuego.
Estrella contemplaba la dedicación con que atendía los fogones de la cocina, y no pudo menos que preguntarse quién sería aquella anciana.
El hombre se sentó de nuevo en la mesa con una pequeña caja de metal en la mano. De ella sacó un espejo y una bolsita de plástico. Dejó caer sobre el espejo una minúscula cantidad de polvo blanco. Con la punta de un cuchillo de cocina, cortó sobre el espejo aquella sustancia, hasta conseguir formar una línea casi perfecta. De su cartera sacó un billete de cien euros y lo plegó formando un cilindro. Se agachó sobre la mesa y acercando el billete a su nariz, esnifó justo la mitad de aquella raya blanca. Le ofreció a la chica el billete, pero ésta lo rechazó con la mano.
El tipo se encogió de hombros y dijo; -¿vendrás al próximo Sabat?
-Creo que podré encontrar alguna excusa-, dijo ella.
-Hoy te esperábamos-, comentó mientras apuraba los restos de polvo que quedaban en el espejo.
-No ha sido por mi culpa. Ya sabes-, se disculpó.
Echó la espalda hacia atrás y arqueo las piernas. Su pie izquierdo no paraba de moverse. Los cristales que había inhalado le hacían sentir una especial excitación. La droga empezaba a hacerle efecto.
-Mejor será que alguien te ayude a conseguir el hueso-, dijo mesando la barbilla con la mano.
A pesar de su correcto castellano, en algunas palabras se le notaba el acento árabe que delataba su origen.
-Como tú digas-, contestó la joven aliviada. La noticia de que debía de ser reciente el fallecimiento del donante, no le había entusiasmado en absoluto.
La vieja dejó sobre la mesa dos tazas sin pronunciar palabra alguna.
-¿Es muda?
-No, Jovita es de pocas palabras. Por eso la contraté. Además también es...
-Sorda como una tapia-. Se adelantó a decir la joven, mientras perseguía a la anciana con la mirada.
El hombre sonrió antes de beber de su taza. Al tragar aquel líquido caliente, cerró los ojos. Estrella aprovechó esa circunstancia para mirarle directamente a la cara. Su marcada nuez se movía en la garganta arriba y abajo, como si se tratase de una pelota botando. Su gesto era duro y su rostro purpúreo. Quizás por efecto de la cocaína, -pensó-.
Cuando acabó aquel trago de té y dejó la taza sobre la mesa, continuó durante unos segundos más con los ojos cerrados. Mostrando una mueca que evidenciaba que sabía que ella lo estaba observando. Estrella que se percató de ese detalle enseguida, apartó la mirada instintivamente, siendo esta vez a ella, a quien le cambió el color de la cara. Turbada cogió su taza y bebió, intentando ocultar su ruborizado rostro tras ésta.
-¿Cómo está tu tío?-, preguntó al fin elevando los párpados.
-Bien, parece que nada le afecte.
-¿Crees que podría unirse a nosotros?
-Rotundamente no. Él es un hombre muy aferrado a sus ideas. Jamás lo entendería.
-Es una pena-. Dijo dilatando las palabras y esbozando una irónica sonrisa.
En la cocina hacía calor, pero no demasiado. Estrella pensó que sería la droga, lo que hacía que el sudor le perlara la frente.
-Entonces..., ¿del hueso me olvido?-, preguntó interesada.
-Te llamaré cuando lo tengamos.
Se alegró mucho de no tener que buscarlo ella misma. Ahora, tan sólo se ocuparía de conseguir que encajara con el acero y de su ritual.
-He de irme. El tiempo se está poniendo muy feo y mi tío comenzará a preocuparse-, dijo, antes de apurar el contenido de su taza de té.
-Tienes razón. No debemos inquietar al señor Alcanadre-. Esta vez, el sarcasmo se notó en exceso.
Estrella no le dio importancia a sus palabras. Conocía la animosidad que su tío le inspiraba, aunque no sabía muy bien el motivo. Se levantó y se despidió con una leve inclinación de cabeza. El hombre quedó sentado en la cocina, con las pupilas perdidas en algún lugar de la mesa.
-¡Adiós!-, dijo alzando la voz, justo antes de salir de la casa. Nadie le contestó.
Afuera, los vehículos habían desaparecido y su caballo se encontraba sólo. Se cerró la cazadora y montó en el animal. Como su trote era lento, lo espoleó ligeramente. El animal reaccionó, provocando que la nieve del camino salpicara en sus patas. Había comenzado a nevar.
Su rostro apretado por el frío, dejaba entrever que sus pensamientos viajaban muy lejos de aquel lugar. Recordó el día que conoció a Muhammand, ella había entrado a comprar una lámpara en unos grandes almacenes. No es que la necesitara, pero había veces en que sentía una necesidad imperiosa de gastar su dinero. Solía ocurrirle cuando estaba deprimida. Pensaba que era una manera de fomentar su autoestima. Aquella tarde al pasar delante del escaparate, no pudo reprimir la tentación.
Fue entonces cuando lo vio. Tenía entre sus manos un candelabro de plata y discutía con la dependienta su precio. A ella le llamó la atención su tono de voz soberbio y la magnificencia de cada uno de sus gestos. El hombre inmediatamente notó su presencia y la miró. Tan sólo duró unos segundos, pero fueron suficientes como para que ella sintiese una andanada de emociones. Fue algo ínfimo que precedió a la atracción. No se trató de una atracción física, sino más bien psíquica, algo inexplicable. Sin saber muy bien cómo ocurrió, se encontró sentada en una cafetería dejándose seducir por sus palabras.
Mientras regresaba a la finca a lomos de su corcel, evocaba todo lo que aquel hombre de origen sirio le contó. Rememoró que era una tarde gris y que la lluvia empapaba la calle. Descubrió el hechizo de sus palabras, cuando le habló de su trabajo, de sus ideas. Recordó cómo su relación se fue haciendo cada vez más intensa, casi sin darse cuenta, y de cómo la dependencia hacia aquel hombre, también era cada vez mayor. Había compartido cosas que a nadie más le había ofrecido. Recordó también su mirada, aquellos ojos negros que le juzgaban inexorablemente y un escalofrío le hizo estremecer su cuerpo.
El caballo reaccionó a esa descarga y relinchó nerviosamente. Estrella se asustó y tiró de las riendas para frenarlo. Fue muy extraño, pero sintió como si los ojos del sirio se clavaran en su nuca. Giró su cabeza hacia atrás y alzó la mirada. No vio a nadie, y tan sólo una pareja de cuervos batía sus alas negras entre los olmos nevados, justo delante de la silueta de la vetusta casa.